viernes, 19 de agosto de 2011

DE MADRID AL CUZCO EN 1672-73: EL OBISPO MANUEL DE MOLLINEDO Y ANGULO (3ª PARTE)

En esta tercera entrada sobre el viaje del obispo, describo la travesía hasta el Pacífico y Lima. Me ha sido ya más difícil su redacción: soy de tierra adentro, mesetario, y aunque he montado en barcos, no domino las artes marineras. Tampoco he cruzado el Atlántico flotando, sino volando, por lo que mis suposiciones son cada vez más imprecisas. De todos modos, trato de reflejar ese viaje de forma general, para dar una idea al lector. Hago cuentas de días y posibles duraciones, que a veces pueden ser erróneas. Espero que guste, aunque, repito, no domino esta travesía tan paso a paso como la ruta de Madrid a Cádiz. Obviamente no conozco toda la ruta, ni Panamá ni las pequeñas Antillas.


BREVE RELACIÓN DEL LUENGO VIAJE DEL EXCELENTÍSIMO SEÑOR OBISPO DON MANUEL DE MOLLINEDO Y ANGULO DE LA VILLA DE MADRID AL CUZCO, LA ANTAÑO CAPITAL DE LOS REINOS INCAICOS. CIUDAD DEL CUZCO, VIRREYNATO DEL PERÚ.
AÑO DE MDCLXXXXVIII.


LIBRO SEGUNDO: DEL VIAJE POR LOS MARES A LAS YNDIAS.


 Capítulo I. Jornadas de junio: de la ciudad de Cádiz.
Como ya dije en el anterior libro, llegué a Cádiz al día noveno de trotar en mi caballería tras salir de la Villa y Corte de Madrid, de mi parroquia de la Santa María. Era el día primero de junio de 1672. Llegué muy fatigado y entré a descansar al Palacio Episcopal tras haber cumplimentado al prelado. De todas formas, mi sentir al saber ya la prontitud de abandonar mi reino de Castilla para siempre, causóme grande turbación y, a pesar de mis oraciones, tuve algo de rato de desvelo sin dormir a pesar del cansancio del viandar por las mesetas y llanos de La Mancha y la Andalucía.
El día 2 de junio me levanté muy animoso, no obstante, al saber que vería el mar con mucho tiempo disponible y ante las mis fuerzas con renovados bríos tras la menguada del ánimo del día anterior. Mi pensar es de avidez por conocer, por la cultura extensa, por saber de las gentes, no sólo de sus obligaciones con el Señor, sino por sus usos y costumbres; así como por las grandes y monumentales obras y casas y templos, así como las pinturas o estatuas que las ornasen en sus adentros.
El día era algo gris, aunque no amenazaba lluvia. El mes de junio ya mengua mucho la caída de aguas, salvo alguna tormenta. El verano está presto a entrar en los reinos de las Españas. Había resuelto estar conociendo esta bella ciudad, de gentes poco nobles y muy plebeyas, pues mucho se dedican a oficios viles, tanto manuales como de usura de comercios. Hay muchos de estos que prestan dineros avaramente y que dan en llamar banqueros. Éstos son sobre todo italianos y flamencos, pues ingleses e holandeses estaban y están en guerra contra nuestra Patria.
Estos súbditos, de naciones ladronas e impías, poco temerosas de Dios y seguidoras de Lutero y Calvino, han atacado la ciudad varias veces, aunque la más dolorosa acometida y afrenta fue la que inspiró al maestro Cervantes. El gran creador de Don Quijote, muy leído por mí en tiempos de holganza, escribió una de sus novelas cortas, llamadas ejemplares, con el título de La española inglesa. En ella nombra el cruento ataque inglés de julio de 1596, en la que arrasaron con fuego esta hermosa Cádiz.


El obispo critica a la ascendente clase burguesa -en ese tiempo muy débil y mal vista- según las ideas nobiliarias y eclesiásticas de aquellos años del Barroco y del Antiguo Régimen, ideas que se vanagloriaban de llevar vida ociosa caballeresca de tipo medieval.


Iba a estar en esta pequeña isla [Cádiz es una isla] durante tres semanas al menos, lo cual me hacía bien de ánimo, pues podría visitar la ciudad y sus zonas de alrededor a modo de despedida de las Españas. En las aduanas me dijeron que en Sevilla, los mandatarios de la Casa de Contratación iban a dar el 24 de junio, con los Sanjuanes, la partida de la flota de Sanlúcar de Barrameda, a instancias del Consejo de Yndias en Madrid. Yo iríame a Sanlúcar unos dos días antes a tomar el galeón que me correspondía por mi rango de prelado.
Por esta dicha causa, además de visitar las calles de la alegre ciudad, asistía al muelle que llaman de Cargadores de Yndias, en el que estaban almacenándose alimentos y otras mercancías a llevar a bordo. La gente de Cádiz es muy alegre como las demás gentes de la Andalucía como ya dijere anteriormente. La diferencia es que acá se ven menos chismosos y más sinceros. No se advierte mucho bandidaje, ni las malas gentes pendencieras vistas en Sevilla, que tienen eso que se da en llamar el “malaje”. El gracejo y las coplas siempre están alegrando sus calles. Su habla y deje son tan cerrados que a duras penas se les entiende cuando hablan con priesa.
Sin embargo, hay unas calles de miserables gentes con vida disoluta al poniente de la ciudad y que forman la barriada que se conoce como La Viña, de tabernas de gente pendenciera y abusadora del aguardiente y los odres y pellejos de vino.
El calor empezaba ya a sentirse, aunque algo menguado por el frescor del mar. Paseaba los atardeceres por los muelles y playas a ver ese mar tan inmenso: la mar océana del Atlántico. Por el suroeste hay una playa conocida por la Caleta, muy cercana a La Viña. Allí me imaginaba la otra orilla del mar, el destino que me aguardaba. Por el sur, la catedral, enfrente el templo de la Compañía y, al lado, el barrio del Pópulo, el más vetusto, según dizen, de gentes fenicias y luego sarracenas hasta el mediado del trece siglo y la feliz reconquista del augusto rey San Fernando, el tercero de Castilla. Seguí por la muralla que hay según se llega de Jerez por tierra como dijéramos anteriormente: por la Puerta de Tierra.
Catedral de Cádiz
Callejuela del Cádiz nocturno


Bahía de Cádiz, al fondo el Puerto de Santa María

Crepúsculo gaditano desde el castillo de santa Catalina:
al fondo, el Atlántico y al otro lado del horizonte...América

Al lado de septentrión viérese la bahía: Rota en lo lejos, el Puerto de Santa María y el Puerto Real. Tras la costa se atisba, a la vuelta del cabo, aunque no se viere, la cercana Sanlúcar de Barrameda.
A esa villa marinera me embarqué el día 22 para esperar la flota proveniente de Sevilla y embarcar. Antes, como el que se despidiere de su familia para siempre, me dediqué a cabalgar por Chiclana, Medina Sidonia y Barbate: eran los últimos paisajes de España que vería, los cuales eran de dehesas de encinas y alcornoques con buenas reses bravas para la lidia.

Cádiz empezaba a despuntar en la historia de España en esos años. A finales del siglo XVII estaba tomando lentamente el relevo de Sevilla. En 1717, tras el fin de la Guerra de Sucesión, uno de los primeros decretos de Felipe V fue dar la puntilla final a Sevilla. Desde entonces los comerciantes y gentes de todo tipo y país llegaron a esta isla. Poco podía imaginar el obispo que aquí, en Cádiz, apenas un siglo después de su muerte, nacería la sociedad liberal que acabaría con los privilegios de su estamento y con el Antiguo Régimen en general. La ciudad entró en crisis a finales del siglo XIX. Hoy tiene una belleza singular, con sus callejuelas y encantadoras plazuelas, así como sus tabernas y gracejo de las gentes, especialmente en Carnaval, con el mar siempre como protagonista.


Capítulo II. De mi partida a las Américas.
La villa de Sanlúcar no es grata: se observa mucha marinería, mucha mugre, mucha pillería. En definitiva, mucha laboriosidad e inquietud del vulgo, tanto de los que se quedan mirando partir, como de los que zarparán en día cercano. A eso del mediodía del 22 llegué a esos muelles, casi al tiempo en que amarraba la flota de Sevilla que arribaba desde el Guadalquivir.


Cómo es sabido esa bahía y la primera mar cercana, es protagonista de la marina española y no española: Trafalgar y su triste recuerdo desde 1805, y la base estadounidense de Rota, tan presente en la zona.


La madrugada de la Noche de San Juan embarqué en la flota y esa misma mañana vime rodeado de azul marino por todos los costados. La costa de España se alejaba muy rauda y para siempre. Impresionante ajetreo el que observé: montones de salvas, montones de marineros subiendo ágiles por las cuerdas a las velas, capitanes dando órdenes... Un grupo de barcos, una flota, se hacía a la mar, una visión harto curiosa para un hombre de tierra adentro de Castilla como este siervo del Señor.
Mi buque, al ser un prelado, era de favor: embarcáronme en un galeón sin gente ruin, con marinos de gran elegancia y de saber su trabajo, con los que departía a ratos, además de mis oraciones, mis pensamientos acodado en la borda y mis ávidas lecturas. Esta primera semana se me hizo muy dura: apenas podía salir de mi temor al estar rodeado entre esa inmensidad de agua, el pensar en ataques piratas de corsos, filibusteros y bucaneros, ora en estos días, ora en las Yndias. Tampoco podía dejar de temer esas tempestades que a veces llevaban el luto a muchas familias de marinos tragados por el mar y que el señor tenga en su seno.


Entre Andalucía y Canarias, además de piratas europeos que asaltaban buques ya agotados de su vuelta del Caribe, podían asomar los piratas berberiscos (de la Berbería o Marruecos). Estos se vieron reforzados desde 1609 por los moriscos españoles expulsados ese año por Felipe III. Tenían sus bases en Sale y Casablanca, de ahí las conquistas de Larache, Arcila, Ceuta, peñones mediterráneos o Melilla para defender mejor las costas andaluzas y levantinas, a las que llegaban esos asaltos. También podía darse el dantesco espectáculo de arribar un barco fantasma, es decir, una nave a la deriva, con toda su marinería muerta de inanición, dada la ausencia de vientos o una epidemia virulenta desde sus bodegas.
Los bucaneros, corsos y filibusteros eran ya peligrosos pasadas las Canarias, cuanto más cercana la costa caribeña, así como las tempestades.


Los movimientos del galeón, en su choque con las olas, me desesperaban al no dejarme leer. Pero, en cambio, una cosa no me aconteció como a otros viajeros: no tuve ninguna gana de vomitar por borda, como decían que era normal en las gentes no dadas con frecuencia a la navegación.
Las noches, tras las oraciones de rigor, departía con el capitán, que me instruía en esas artes de surcar los mares: el sol, las estrellas, los paralelos y meridianos del mapa de Mercator, el astrolabio, etc.


En esos años el mapa de Mercator era el fundamental, tanto que fue la proyección cartográfica básica hasta finales del siglo XX, rival ya con la proyección de Peters o la informatización o fotografía aérea y satelital.
En La Coruña, sin llegar al mar abierto hace unos años, en una pequeña nave recreo alquilada, sin temporal, pero con la mar muy picada, casi se me rompen los nervios al ver cómo volaba la nave y caía entre las olas la proa, y cómo me tuve que coger bien a las cuerdas para no caer al mar. Me imaginaba esas tempestades leídas en libros y el espanto que habría al pensar en caer al agua…en alta mar. Y posiblemente con el añadido de los tiburones.


Capítulo III. De la llegada al puerto de Santa Cruz y a San Cristóbal de La Laguna, allá en las Canarias.
La llegada a las Canarias nos llevó doze días de navegación. Allí estaríamos una semana aprovisionando y reparando las naves, y haciendo aguadas. Me impresionó ver la cima del Teide asomar entre las nubes. Dícese que, en esta grande montaña, se cuentan por más de diez mil sus pies de medida en lo más alto. A pesar de ser julio aún tiene una pequeña mancha blanquecina de nieve, cosa que me extrañó, aunque me dijeron los naturales que hay estíos en los que no se disuelve nunca.
Atracamos en Santa Cruz, en la isla de Tenerife. A medida que me acercase a la costa, rememoraba la lección en Alcalá sobre la gloriosa conquista y cristianización de sus nativos, llamados guanches, por el adelantado Alonso de Lugo, allá por los finales del siglo XV, reinando nuestra reina Isabel de Castilla. Al poco de desembarcar nos fuimos a la población más abrigada de peligros: San Cristóbal de La Laguna, ciudad cercana y muy bella con sus templos y palacios.


La actual población de La Laguna es hoy Patrimonio de la Humanidad. Es una bella ciudad con ambiente juvenil y universitario. Casonas, palacios y templos en un plano ortogonal la hacen merecedora de esa denominación.


En esa semana de asueto decidí cabalgar algo por algunas zonas de la isla, especialmente por la espalda del volcán, que es la más florida y nemorosa. Me plació mucho el valle denominado de La Orotava. Dijéronme los marineros que me preparase para tan largo viaje y aprovechase mis paseos por tierra firme, pues sería posible que no volviese a pisarla más en el peor de los augurios, en la aparición del Satán, o que tardase un mes de flotadura como poco, en la mejor de las venturas. No se iban esas palabras de mis pensamientos y mucha inquietud me turbaba.
Por fin, al igual que en Sanlúcar, se repetía el espectáculo tan interesante, con toda su tramoya, de zarpar una flota de barcos, como ya dijere en palabras anteriores. Vocerío vigoroso, órdenes, trajines, movimientos…


Capítulo IV. De la travesía a La Trinidad.
La travesía podía durar desde Canarias, en el mejor de los casos (viento favorable y mar tranquila y sin tempestades, ni ataques de piratas o anglo-holandeses) de un mes a cuarenta días. Generalmente, las primeras semanas en esos meses de verano, el mar está tranquilo, sin lluvias y con vientos de levante, que empujan a poniente, es decir, a América. Es la corriente del Golfo, esa que ya advirtió Colón en la planificación de su aventura. Sin embargo, ya cerca del Caribe, en el verano tropical del hemisferio norte, es la época de los huracanes y la estación lluviosa. Esas tormentas gigantescas se intercambian con días de calma chicha, es decir de ausencia de vientos, los cuales paralizaban, desesperadamente, las flotas durante días y semanas. En este imaginar, vamos a establecer cuarenta días en llegar a Trinidad.
La actual Trinidad y su capital, Port of Spain, fue española hasta la conquista británica a finales del siglo XVIII. Hasta mediados del siglo XVII las flotas llegaban a las pequeñas Antillas, la Martinica o Guadalupe, aunque se perdieron a manos de los franceses y de los bucaneros y filibusteros. Por ello es de imaginar que, a fines del XVII las flotas llegasen a Trinidad. Desde aquí unas iban a La Española, Cuba y Veracruz; otras a Cartagena de Indias (Colombia) y Portobelo (Panamá). La de destino a Veracruz, desembarcaba y cruzaba el centro de la Nueva España, pasando por la Ciudad de México hasta el Pacífico en Acapulco. De ahí otro larguísimo viaje a Manila. El Galeón de Manila funcionó hasta inicios del siglo XIX y era el único cordón umbilical con la metrópoli. El guipuzcoano Andrés de Urdaneta descubrió la Contracorriente del Kurosivo para el tornaviaje a California y bajar de nuevo a Acapulco.
Caso aparte era la ruta del obispo. Desde Portobelo se cruzaba por tierra el istmo de Panamá para llegar al Pacífico. Desde la Ciudad de Panamá se volvían a embarcar viajeros y mercancías con destino a El Callao, el Perú y, en algunos casos, a Chile, a Arica.
Estas rutas, de vuelta, llevaban las platas potosina, taxqueña y zacateca, ambas mexicanas a La Habana. Allí, esperaban la otra plata potosina, la del alto Perú para, juntas, partir con la Contracorriente del Golfo hacia España.


El 12 de julio zarpamos de Santa Cruz rumbo a poniente. Ahora, tras ver cómo el Teide desaparecía del horizonte, dábame cuenta de que, ahora sí era de veras, me alejaba sin remedio de Europa. Es verano y el cielo está azul claro a mis ojos elevados, en contraste con el azul de la mar a mis pies desde la borda. El calor se sobrellevaba por la brisa marina. Me acordaba de que esos días serían infernales por el fuerte calor en mi ya nostálgica Villa de Madrid, sin los soplos refrescantes de los montes Carpetanos o del Guadarrama.
Rutina y aburrimiento dábanme algo de inquietud a mi espíritu, entregado a los designios del Todopoderoso. Sin embargo, mi travesía no fue peligrosa en ningún momento, al decir de los nautas. El viento de poniente a nuestras espaldas, soplaba con fuerza, cuán Eolo enfurecido, dándonos un fuerte impulso con viento en popa. Era espectacular ver todo el velamen desplegado y airearse por esas brisas del mar. Mis labios estaban salados ante mi sorpresa. Un marino reía y me decía que era el salitre del mar.
Absorto en mis pensamientos, apoyado en la borda, revivía los viajes colombinos de doscientos años antes y que tanta imaginación y juegos me inspiraron en las travesuras infantiles en mi Bortedo natal. Por las tardes, leía en mi camarote mis libros de las Yndias, a pesar de mis esforzados ojos ante los movimientos del oleaje, para ir tomando contacto con esas tierras que me iban a ver vivir. Los domingos oficiaba el sacrificio de la misa. Las mañana al medio día rezábamos el Ángelus. Tras el rancho de la cena, y tras el rezo del Rosario, departía con los marinos a la luz de la luna en esas tranquilas noches del estío en alta mar. A veces veía pescar, lo que nos daba pescado fresco sin salazón.
Ora llegaba la calma chicha, ora llegaban las aguas arrojadas por los cielos grises. Era increíble ver la rapidez de los nautas a la hora de arriar velas y ver desnudos con celeridad los palos de la nave. Quiso el Señor que la travesía fuese donosa y agradable, y los días, tanto de tormenta con sus rayos, truenos y relámpagos, y gotas de agua como torrentes caídos del cielo y que yo apenas hubiese visto en las fuertes tormentas del estío castellano, así como los de desesperante calma, con su calor que nos dejase más abobados que el más corto de inteligencia de los bufones, fuesen los menos y apenas no retrasasen el tiempo de travesía. En ningún momento tuvimos inquietud fuerte, salvo a la llegada al Caribe por el aumento de posibilidades de ataques piratas. Las oraciones a mi devota señora: la Virgen de la Almudena, nos defendieron de su aparición, ni de su satánica guía.
El 25 de agosto, tras 44 días de surcar las aguas del heleno Poseidón, llegamos a la isla de La Trinidad. Llevaba algunos días más de los tres meses desde que salí de Madrid.


Capítulo V. De la impresión de estar en las Yndias.
Es de suponer la impresión que se llevarían los españoles al llegar al continente americano: clima tropical asfixiante, mosquitos agresivos, selvas muy frondosas, alimentos nuevos…Pero lo más impactante, la impresión humana: razas mestizadas ya en esos años de finales del XVII, mestizos, mulatos, criollos, indios, negros, formas de lenguaje y giros lingüísticos especiales, relajación de costumbres, etc. Monseñor Mollinedo, que era “castellano viejo”, burgalés, y por ello de costumbres muy clericales y acento duro, se quedaría asombrado de esas liberalidades, la relajación de funcionarios españoles hartos de su destino y con ganas de volver a casa. En Portobelo, la próxima escala, vería aún más estas nuevas situaciones, aumentadas al cruzar el istmo panameño.


Ese día de arribada me fue muy curioso, me veía en un mundo nuevo. Mucho me extrañaba de oír el castellano en tierras tan lejanas. En Sevilla y Cádiz, tan cercanos a otras naciones de la Europa oía francés, flamenco, portugués e italiano. Inclusive, al poco de salir de mi aldea se entra en tierra de bascones [vascos], con su bascuence tan difícil de aprender. Sin embargo a tantas leguas de viaje y seguía oyendo el idioma de Cervantes. Un habla con acento especial, diferente al de la Vieja Castilla. De todos modos ya me había acostumbrado a esa habla de la Andalucía y de las Canarias.
¡Cuán frondosidad de bosques o silvas! Sin embargo, tan detestables por sus mosquitos y alimañas desconocidas por mí. El calor es más sofocante aún, con una humedad de la que es difícil ser fugitivo, pues apenas sirve abanicarse con láminas. Ya me dijeron los navegantes que me acostumbrase y esperase hasta llegar al país de los peruleros [Perú o Virú], mucho más templado de clima. Las lluvias son casi a diario y de forma torrencial a veces. Me dizen que el verano es eterno, por ser tropicales y muy cercanos al ecuador de la tierra, y que estos meses son de grandes huracanes. Pensaba en la suerte habida de no haber sufrido estas embestidas en alta mar, siendo uno de los muchos desgraciados que ya no vuelven a tierra. Ni las galernas del fiero Cantábrico, tan cercano a mi tierra, aquellas que me hablaban los carreteros que iban con sus bueyes a Laredo y Castro Urdiales.
Aunque mucho hubiere leído de los tipos de humanos existentes, nunca había visto razas diferentes a la de los europeos. Ahora veías esas personas llamadas mulatas y negras. Me dijeron que ya no vivían los indios que leía en los mamotretos de las crónicas de Yndias, pues la mala fe de algunos desalmados hizo que todos pereciesen, ya sea por su indolencia, como por sus guerras contra nuestros valerosos soldados. Pero lo más notable para mi ya cansado cuerpo era poder pisar tierra firme, sin haber tenido peligros grandes, gracias a los designios del Santísimo y de mis plegarias a mi Señora de la Almudena.


Nótese la forma de pensar sobre la inferioridad e ingenuidad que muchos españoles tenían de los amerindios, los cuales no eran tenidos ni siquiera por culpables de herejías ante la temible Inquisición.


Tras una semana de ociosidad y de acostumbrarme al Nuevo Mundo, vime inmerso en el nuevo zarpar, aunque esta vez, con menos buques, pues otros galeones viraban a las islas llamadas Antillas, a Veracruz, y al virreinato de la Nueva España, para llegar a la mar del Sur, como yo, pero camino de las islas de las Especias y de las Filipinas, en Asia, aquél lugar al que quisiere llegar en sus sueños hace muchos años el insigne almirante don Cristóbal Colón, gloria de España. Mi flota iría por Tierra Firme, Cumaná y Cartagena de Yndias, para luego ir a Portobelo. Mi galeón iría, no obstante, directo a tierra panameña.


La mar del Sur era el nombre por el que se conocía al océano Pacífico por los españoles durante la época colonial.

El 1 de septiembre partimos de nuevo a la mar, llamada del Caribe. Dicen que estas tierras e islas estuvieron habitadas por feroces indios salvajes que comían la carne humana de los desgraciados prisioneros que caían en sus manos, tras horrendas torturas. Aquí murió el grande marino Juan de la Cosa, santanderino, natural de Santoña y casi paisano mío.
Poco más de tres semanas nos llevó la travesía a Portobelo, por lo que arribamos el día 23 de septiembre. En esta fortificadísima ciudad atracan las naves de las Españas. Acá sí que pude observar a los indios y a los que llaman mestizos. Como es normal en las Yndias, las razas son de negros, mulatos (apareados con la raza blanca), de españoles blancos, y de indios y mestizos (apareados con blancos). Curiosamente se mezclan esos indios con los negros y llámanse zambos. En los capítulos peruleros hablaré más de esta raza nativa y que da nombre a las Yndias.
Al desembarcar los habitantes de Portobelo nos recibieron con gran jolgorio y festividad. Se organiza una feria de intercambios de enseres españoles con enseres de los naturales del lugar. Dizen que es una ciudad de perdición, con afluencia de nativas rameras para pecar carnalmente con los marinos recién llegados y demandantes de sus más lujuriosos favores. El señor quiere castigar estos excesos de lujuria y varias veces ha lanzado sus castigos en forma de ataques satánicos de piratas y corsos, sin que les valiesen sus murallas con sus troneras.
El malvado inglés Drake, a las órdenes de Satanás, atacó la ciudad el pasado siglo y murió acá de fiebres. La ciudad de Nombre de Dios hubo de abandonarse por estos ataques tan diabólicos que acababan en muerte y robos grandes. El año pasado de 1671, el satánico Morgan acababa de saquear la ciudad, más no satisfechas sus avaricias llegó hasta la ciudad de Panamá, la cual arrasase con crueldad.
Pero como también hubiere de contar hechos notables como el de Núñez de Balboa, fiero y valiente extremeño que pudo cruzar estas selvas y llegar a la otra mar océana, la mar del Sur, por lo que se daba una gran lección a los cosmógrafos, que así saberían de un nuevo continente, quedando en entredicho el gran Almirante don Cristóbal. El malvado Pedrarias Dávila lo degolló vilmente, exponiendo su cabeza a guisa de trofeo.


El siglo XVII fue especialmente duro con las posesiones de España en América. La culpa fue de los ataques repetidos de piratas establecidos en el Caribe y gran parte de las pequeñas Antillas, apoyados por los reyes de Francia e Inglaterra. Los ataques eran muy rápidos, de saqueo cruel, los habitantes huían a la selva, donde los piratas no se atrevían a entrar por temor a las emboscadas. Sin embargo Morgan, desde Jamaica desembarcó en diciembre de 1670 en Portobelo y no se contentó con el saqueo. Siguió por el istmo panameño y arrasó también Panamá. A su marcha se llevó un suculentísimo botín, además de un reguero de muerte y desolación. También saqueó Maracaibo y dispuso su base en la recién arrebatada a España, isla de Jamaica.


Capítulo VI. De la llegada a la ciudad de Panamá y a la mar del Sur.
Iba a seguir mi viaje de atravesar el continente por su parte más menguada, camino de la mar del Sur. De Portobelo partimos a tres días de nuestra llegada. Ese día 7 de octubre subimos a grandes barcazas remadas por fornidos esclavos de raza negra. Íbamos por el río que llaman Chagres, de grande corriente de agua y abundante selva que hacía imposible desembarcar en sus orillas. Dicen que es la selva muy peligrosa por los animales feroces que la moran, las serpientes venenosas y, a veces, de tribus de salvajes indios que lanzan dardos envenenados con el llamado curare.
Al final del día llegamos a Las Cruces, en plena selva, llenos de picaduras de violentos y grandes mosquitos, mucho mayores que los de España, y muy fuerte calor. Mis pobres carnes ya estaban algo agotadas del viaje. Apenas pude dormir por el duro calor asfixiante y la humedad, mayor aún que en barco y sin la brisa del mar.
Al siguiente día, el 8, salimos muy de temprano para seguir el camino que llaman de las Cruces, levantado por el malvado Pedrarias Dávila. El susodicho camino ha visto un traer y llevar riquezas grandes desde el Perú, sus tesoros de plata potosina alto peruana y por allí íbamos todos los que a ese virreinato nos llegásemos. Era un camino de grandes y pesadas baldosas, muy al modo de las calzadas de los romanos en España. Dos días en la selva, siguiendo la ruta de Balboa, nos ocuparon en llegar a Panamá, tras atravesar las pequeñas cumbres selváticas. Entrábamos el día 9 de octubre.


Ruinas en Panamá vieja, restos de la catedral


Panamá es toda desolación, aunque en trance de renacer. Al ser asolada, nada me retenía en ese clima asqueante de aire muy húmedo y mucho calor. Un navío esperaba allá con todo mi equipaje, que viajaba en ruta paralela pero con otro ritmo que el mío, sería el encargado de embarcarme en la nueva mar océana. Pero había de reposar por designio del médico, y la ruta salida se demoró, pues el navío debía zarpar. Por ello hube de esperar hasta 15 días viendo los trabajos de reconstrucción, saliendo el día 23 de octubre. En esos días tuve el honor de evocar el día 12 del corriente, la gesta colombina en su 180 aniversario.


Capítulo VII. De la navegación por la mar océana del sur y llegada a Lima.
De nuevo a bordo, ya estaba cercano el final del trayecto, aunque aún me quedaba más de un mes de singladura. Navegaba ahora por otras aguas. Llevaba muy cercana la costa de la Nueva Granada, viendo selvas muy densas y ahora me podía refrescar el tremendo calor con la brisa del mar. Mis pensamientos apenas giraban ya en la melancolía de España, ya quería llegar al mi destino lo más prontamente que pudiere. Ahora no temía ataques de piratas ni temporales fuertes. Ya estaba familiarizado con la navegación y era normal para mí el traqueteo de las olas marinas. Desta parte del viaje las cosas son mucho mas livianas. Ya había pisado las Yndias y ya no tenía sensación de ser impresionado por el Nuevo Mundo.

A estas alturas del viaje ya la tensión bajaba de tono en los viajeros, solo el cansancio podía mellar algo la mente. En esos momentos ya tenía el viajero español contacto con el cambio de hemisferio y de climas, de razas y hasta de mentalidades, además de haber probado otros alimentos. En suma ya había tomado contacto con el exotismo.


El 6 de noviembre atracábamos en el puerto de Guayaquil, al norte del Perú. Me sentía ahora siguiendo la ruta del gran Francisco Pizarro, con Diego de Almagro y el padre Luque.
El clima guayaquileño es también muy cálido. Además, estando ya en la raya ecuatorial, la estación era de la primavera austral. Me era chocante pensar que en esos días se nacía el otoño en España, con sus bosques ocres esperando desprenderse de sus hojas. La ciudad es de mercaderes y de mucho ajetreo como es menester en esos lugares de gente de comercios. Ahora sigo viendo las mismas razas y sus mescolanzas, aunque más tipos de indios. En esa ciudad oré mucho el día 9 de diciembre, día de mi señora Virgen de La Almudena, a la que dí mis devotas gracias por haberme guiado lejos de los peligros de tan luengo viaje que ya estaba llegando a su final.


Barrio de las Peñas en Guayaquil.


Tras diez días de estancia en este puerto iniciábamos la última singladura. Las corrientes del mar vienen ahora desde el sur [se refiere a la corriente fría de Humbold, que arrecia desde el sur], nos vienen de cara y la navegación es algo más lenta. Vamos muy cerca de la costa. Se avistan unas montañas muy lejanas y muy altas: eran los Andes, tantas veces citadas en los tratados de la geografía del virreinato del Perú.
El día 8 de diciembre, tras tres semanas de navegación tranquila, atracamos en El Callao, el gran puerto de Lima. Aún no había llegado a mi diócesis, pero ya estaba en el corazón de las Indias. España ya me parecía de otro planeta y ya no quería oír hablar de vuelta.

CONTINUARÁ
 

sábado, 13 de agosto de 2011

DE MADRID AL CUZCO EN 1672-73: EL OBISPO MANUEL DE MOLLINEDO Y ANGULO (2ª PARTE)

INTRODUCCIÓN EXPLICATIVA
Como dije en la entrada anterior voy a intentar reconstruir un hipotético viaje a América del Sur en el siglo XVII. Intento unir las impresiones de las dos orillas del océano a través de mis viajes y dando por supuestas muchas cosas que son fruto de mi invención. Cálculos y estampas son imaginadas. La mente del obispo, por ejemplo, la supongo muy culta y conocedora de lecturas de la época, como El Quijote o La Araucana, etc, así como conocedor de la historia española. 

En sus etapas españolas calculo unos cien kilómetros al día a cabalgadura rápida. La ruta actual la conozco bien, en coche, claro está, así como algunas ciudades en las que paro al ir a Andalucía.
En el caso de la navegación, lógicamente es de mayores suposiciones, con cálculos de rutas de las flotas de Indias del momento. El viaje de Lima a Cuzco lo hice en avión, pero hice rutas por aquellos altiplanos y lecturas sobre el territorio, como Arequipa o el cañón del Colca. Sigo la ruta histórica transandina que me dijeron mis amigos historiadores peruanos.
Más difícil me ha resultado simular el castellano aquél. Es el campo de mayores invenciones mías. Mezclo arcaísmos de todo tipo, aunque soy consciente de medievalismos ya inexistentes y de voces de oídas en películas. No obstante se trata de imaginar esos escritos. He intentado no abusar mucho de ello.
Pues bien, solo me queda intentar que el lector se entretenga y se imagine los parajes recorridos en ambos lados del océano, tanto a los lectores americanos, que los tengo, como de los españoles.

BREVE RELACIÓN DEL LUENGO VIAJE DEL EXCELENTÍSIMO SEÑOR OBISPO DON MANUEL DE MOLLINEDO Y ANGULO DE LA VILLA DE MADRID AL CUZCO, LA ANTAÑO CAPITAL DE LOS REINOS INCAICOS.
CIUDAD DEL CUZCO, VIRREYNATO DEL PERÚ.
AÑO DE MDCLXXXXVIII.

LIBRO PRIMERO: DEL VIAJE A LA ANDALUCÍA

Primera jornada: a guisa de prólogo e de mi salida de la Villa de Madrid.
Yo, Manuel de Mollinedo y Angulo, burgalés de Bortedo, obispo del Cuzco, a mis cincuenta y ocho años, de menguada salud y ya presintiendo mi muerte y juicio posterior ante el Altísimo, he tenido a bien escribir, a modo de recuerdos, mi luengo viaje hasta esta tierra que tanto me ha donado en esta mi ya declinante vida.
Recuerdo la gran congoja que me producía el día siguiente de los fastos patronales de San Isidro, el 16 de mayo, al pasear por última vez por aquella augusta Villa de Madrid que sigo recordando como si agora la viere en este triple declinar: el del siglo, el del enfermo rey Carlos y el del que esto escribe.
No soy persona de mucho añorar y sí de muy ávida actitud de asumir lo que viere allá donde fuere. Por esta cosa, con todos mis amplios bártulos y hatillo preparado, resolví que mi paseo de despedida no debía de ser grande: limitóme a salir de mi amada parroquia de Santa María y mis pies me llevaron por la Plaçuela de la Villa, y la Platería al solar de la antaño Puerta de Guadalajara. Seguí por la calle Maior, viendo, a mi mano derecha las cotillerías de los soplones, las dueñas y los entrometidos (según nos narraba el maestro don Francisco de Quevedo) de las altas gradas de San Felipe, para llegar a la Puerta del Sol, verdadero corazón de la villa. Ya pasada la sobremesa quiso mi voluntad asomarse a la vista de las montañas del Guadarrama: por la calle de San Ana, atravesé la Puerta de la Vegva. Las cumbres de la sierra a la lejanía, ya sin apenas la blanca nieve invernal, me hacían recordar el cuadro del maestro Velázquez, el del desgraciado príncipe don Baltasar Carlos a caballo que veía en mis visitas al regio Alcázar. La hermosa vegva del humilde Mançanares estaba postrada ante mis ojos, así como la Puente Segoviana. Esa noche resolví retirarme pronto a mis aposentos ante las jornadas que me esperaban. Mis pensamientos estaban ocupados en mis recuerdos de mocedad, cuando jugaba en los campos de mi aldea burgalesa, en mi Bortedo natal, con sus prados, sus vacunos y sus montes cercanos, tras los cuales se hallaban las tierras verdes vizcaínas.
A 17 de mayo de 1672, aún de noche, salí de mi parroquia, montando mi caballo con mis sirvientes de compañía, pues aún era joven y así, cabalgando sin carreta, iría más rápido hacia la Andalucía. Tomando de nuevo la Platería llegué a la Plaça Maior, la cual atravesada en sentido mediodía, me hizo enfilar la calle de Toledo, camino del Mançanares y desviar mi caballería hacia el camino de Villaverde.

Los nombres y las calles las tomo del magnífico mapa de Texeira de 1656. La iglesia de Santa María y no existe, ni la calle de Santa Ana. Las hoy llamadas Vistillas eran ya muy del paseo aquél siglo XVII por las agradables panorámicas de la sierra, hoy ya muy cambiadas con edificios altos de los confines del actual Madrid y sus ciudades dormitorio. Los topónimos antiguos también los copio del mapa.

Mapa de Texeira. Madrid, 1656.

Tras pasar esta población y divisar el Cerro de los Ángeles, verdadera atalaya vigilante sobre Xetafe, volví mi cuello para ver por postrera vez aquella Villa y Corte de mi juventud no sin algo de melancolía como es menester reconocer. A mi izquierda el sol nacía por el levante, iluminando un paisaje primaveral con una temperatura de mucha bonanza. El paisaje de la primavera era risueño, con sus florestas naciendo y los carreteros con bueyes y mulas avanzando a Madrid a comerciar sus mercancías y viandas.
Al no ser invierno, sin los lodos de lluvias y de nieves, salvo las tormentas de rigor, mis espuelas me permitieron cabalgar y poder cubrir un camino de entre 15 a 20 leguas al día. Ello fue posible por mi gran poder e influencia ante las autoridades y dineros para dar de pastar a las caballerías y cambiar dellas a cada jornada.

Al suponer unos 6 kms por legua, voy a tomar los 100 o 120 kms al día, es decir las 15 o 20 según trayecto. El tiempo primaveral, la ausencia de montañas altas, salvo el desfiladero de Despeñaperros, y los días de más duración, junto a la juventud del personaje y su séquito al trote ligero harían posible esta duración. Además el equipaje de cuadros y demás ajuar del obispo, se llevaría, una parte días antes, y en días posteriores, otra.

A media mañana ya sobrepasamos las villas de Pinto y Valdemoro. Cuán deliciosa visión del valle del río Tajo, al bajar la calzada para poder almorzar en el sitio del Real de Aranjuez. Recordaba los refranes que leía en mis tardes complutenses de mis años estudiantiles los refranes del maestro Gonzalo de Correas para describir este paisaje tan risueño: Tras marzo ventoso y abril lluvioso, queda mayo florido y hermoso.

Palacio de Aranjuez, siglo XVIII.

 Aranjuez en el siglo XVII, aunque ya lugar de residencia de reyes, aún no era el Real Sitio del siglo posterior. No obstante, su vega y excelencia del cauce del río Tajo, debían de contrastar con los páramos y secarrales de sus alrededores.

Ya tras sobremesa subimos en la cabalgada la cuesta del lado al mediodía del dicho valle para llegar a la ya villa toledana de Ocaña, lugar donde está enterrado el alma del gran cronista Ercilla, aquel madrileño que escribió La Araucana, cuyas páginas leía con avidez para ir imaginándome cómo serían las Yndias. Leía las desventuras de don Diego de Almagro de don Pedro de Valdivia, vilmente caído ante los feroces araucanos, cuya conquista aún no está del todo acabada, siguiendo sin ser llevados al camino de la religión de Nuestro Señor. Tembleque se nos pareció con las primeras sombras de la entrante noche, tras atravesar los lugares de Dos Barrios y La Guardia. Es una villa de gran encanto que sería nuestro aposento del día que agonizaba.

Puerta de entrada de la Plaza Mayor de Tembleque,
ejemplo de arquitectura popular manchega.

Segunda jornada: de mi transitar por La Mancha, la tierra de Cervantes y don Quijote.
Como es menester en estos viajes a la Andalucía, hay que levantarse muy de mañana, para poder llegar a la ciudad mercantil de Cádiz en una semana. Hoy empezamos mi séquito y yo la cabalgada por la Almanchara sarracena, nombre que leí en mis lecciones alcalaínas de la arábiga lengua, y de informarme de los papeles agarenos del monasterio de San Lorenzo de El Escorial, esos que estudió y ordenó doctamente el gran Benito Arias Montano para Su Magestad Católica don Felipe II, bisabuelo del actual monarca Carlos II. Almanchara viene a decir tierra árida y llana para los infieles en su lengua.
El paisaje es de una luenga llanura. Algunos cerros y altozanos como el anterior y xetafense Cerro de los Ángeles, rompen su aburrida monotonía. Divisé esos molinos en los que, tras acordarme de las faltas de razón del gran fijodalgo e caballero andante, que tanta risa e mofa causóme su lectura, esos humildes molineros en esperando que soplase el viento cuán Eolo airado, hacen su honrada labor del pan nuestro de cada día. Campos por los que tuve el buen hado de atravesar en época en la que el calor aprieta poco, con sus espigas de trigo en verde, esperando a los segadores con sus hoces y guadañas del estío, para luego esperar las hogueras que preparen la siembra el Adviento otoñal. Dios les de buena cosecha para evitar hambres y pestes. También las viñas hermosas que maduran para regalarnos ese vino que además de contentar el espíritu al excedernos en su bebida como para la consagración del sacrificio misal.
Zagales jóvenes y hermosos cuidan sus rebaños de merinos pastando y abonando las tierras abarbechadas este año. Están esperando a los mayorales del Honrado Concejo de La Mesta, que les llevaren a mi tierra, al norte de España, a pastar y huir de los calores del estío, ese trasiego que se da en llamar la trashumancia. Esas tijeras que trasquilarán su muy apreciada lana merina, placer de los nobles en las invernadas, y de los reinos del Flandes católico, tras su navegación desde los embarcaderos del Cantábrico mar.
El sol aún no hace torturas con su calor infernal en meses venideros. Los pueblos y ventas de descanso que vamos atravesando son, con sus caseríos muy ajuntados, con sus tapiales de abobe y barro, símbolos de de su humildad. Puerto Lápice, Villarta, Mançanares, y Valdepeñas, villa ésta última en la que nos aposentamos para refugiarnos de la oscura noche ya echada sobre nosotros. Calcula mi mente que hemos cabalgado las quinze a veinte leguas.


Sigo el itinerario de la actual A-4 o autovía de Andalucía. Imagino que la mayoría de los pueblos ya existían. En Andalucía sí habrá que omitir algunos que no existían, pues son del siglo XVIII, de aquellas repoblaciones proyectadas, precisamente, por el limeño y criollo Pablo de Olavide: La Carlota, La Carolina o la Luisiana.

Puerto Lápice.


Tercera jornada: De cómo se llega por el llamado desfiladero de Despeñaperros a la Andalucía.
Al poco de abandonar la venta de Valdepeñas, más bien sea dicha de ventorro corrompido y maloliente, pues el tal ventero era de gran grosería, y falta de gallardía, con malas gentes aposentadas, jaraneras y ruidosas, además de haber mujeres de dudosa honra, el día nuevo día risueño y primaveral nos permite ver unas alzadas montañas al mediodía, amenazadoras como todas ellas. Estábamos en la Sierra Morena o Moruna, aquella que también me hizo mucha risa al leer las aventuras del pobre manchego hijodalgo. Dizen de peligrosos bandoleros, ladrones e demás vil canalla de mal vivir que roban a desgraciados viajeros y peregrinos por estas tierras altas. Castigamos con nuestras espuelas a las caballerías para atravesar esos desfiladeros de enriscadas afiladas y descarnadas crestas lo más veloz posible bajo el merodeo de buitres, aguiluchos y otros pajarracos. Decidimos muy prestos pasar de largo de Santa Cruz de Mudela, Almuradiel y la Venta de Cárdenas, para entrar y almorzar en la Andalucía, puerto de Despeñaperros ya atravesado, y gente soez y bandidos evitados y burlados.

Desfiladero de Despeñaperros, la puerta de Andalucía.

Con fuerte resonar de tripas por la hambre acechadora, divisamos el valle inmenso que nos recibe y que recorreremos hasta la mar océana, hasta el llamado Atlántico, que no Mediterráneo. Bien vale pasar algo de tortura a nuestras entrañas para poder llegar a la villa de Bailén a aposentarnos. Llegamos a Santa Elena y recuerdo ya ver la cercanía de Las Navas de Tolosa, lo que me trujo de nuevo mis recuerdos de la historia aprendida en las aulas alcalaínas. En estos parajes la Cristiandad, por designio divino, con los valientes navarros, castellanos, leoneses y aragoneses, todos súbditos de reyes fieles de la Santa Cruz, hundió su espada en las entrañas de los ejércitos sarracenos, a los mil doscientos doce años de nuestra era, dándoles mucha mortandad a los agarenos infieles, siendo el gran rey Alfonso el VIII de Castilla y de León. Esta gran batalla ganó la Andalucía para la cruz y la libró de la media luna gracias a la ayuda de un zagal pastorcillo que guió las huestes a la victoria por intrincados cortados entre los picachos y crestas de esa Sierra Moruna.
Ya no nos quedaba ninguna sierra ni cuesta de importancia hasta los barcos de las Yndias. Tras almorzar en Santa Elena, la galopada nos hizo pasar por esas Navas, por la aldehuela de Carboneros, Guarromán y el dicho pueblo de Bailén, lugar de nuestra nueva parada y fonda en un ventorro.

Poco podía imaginarse el bueno del obispo que esa población de Bailén entraría en la Historia de España con mayúsculas, por la batalla de julio de 1808 y que supuso la primera derrota en campo abierto de las tropas napoleónicas. También la prolongación de la calle de este nombre fue la causante, a fines del siglo XIX, de la demolición de su parroquia, cuyos restos se encuentran hoy a la vista frente a la actual capitanía de Madrid, antiguo palacio del duque de Uceda.

Cuarta y quinta jornada: de mi llegada a la ciudad de los califas.
Como que el cansancio empezase a mostrarse, me refugiaba en mi placer interior de recordar las lecciones aprendidas y escuchadas de mis doctos maestros de la latinista Complutum.
Se advierte algo más de calor y el final de la primavera. Es veinte de mayo y ya han menguado dos meses desde marzo, quedando muy lejana la Semana Santa. Intenté no usar el carruaje para ahorrar tiempo de viaje y disfrutar algo de la región del mediodía del reino. Andújar es la primera población grande que atravesamos. Los viñedos y trigales meridionales de Castilla se han trocado en olivares interminables sin alcanzar la vista su fin. Las olivas o aceitunas, esas joyas que daban ese aceite de insuperable calidad y que por estas tierras del Perú tanto se añora.
Marmolejo, Villa del Río, Montoro, lugar este de almuerzo, Pedro Abad, El Carpio, Villafranca de Córdoba, Alcolea, pueblos algo monótonos ya a mis cansados ojos. La noche empieza a caer. Ahora vamos con el sol hacia nuestras caras por cabalgar a rumbo de poniente. Como una enorme naranja, el sol se va poniendo o escondiendo por la infinitud del horizonte. Según mis cálculos de cosmografía, al ser las ocho horas de la tarde ya casi noche cerrada, oscura y lóbrega, en Yndias deben de ser las 12 del medio día, la hora de rezar el Ángelus.
No he podido divisar desde la lejanía Córdoba por ser ya noche de poca visión ya. De todas formas, haciendo uso de mi autoridad religiosa, me decidí dejar descansar y darme a la ociosidad en esta ciudad que tanto me intrigaba conocer y ahora la vería por primera y última vez. Como obispo descansarían mis huesos en buen aposento: el palacio episcopal.
Amaneciendo el 25 de mayo, con el cielo de color gris y alguna menguada lluvia, muy agradecida por cuanto el calor del astro rey empezaba ya a calentar más de la cuenta, resolví visitar la histórica ciudad de los antaño moros cordobeses. Me dejó grandemente maravillado su original catedral. De una mezquita, templo sarraceno, nació por orden del emperador Carlos I, una catedral de nuestra verdadera y única religión. Como aficionado y humilde estudiante del arte, debo decir que, en el fondo, me causó turbación disimulada ante el obispo cordobés que me hacía el honor de acompañarme. Me turbó cómo una construcción de calidad y hermosura sin par, infiel, pero arte a deleitar, no merecía una profanación de tal grandeza. No es agradable contemplar una destrucción y una falta de conducta con el esplendor aún siendo de infieles agarenos.

En tiempos de Carlos I se levantó una catedral en el centro del bosque de columnas que sostienen las bellas arcadas polilobuladas o no, con sus dovelas rojiblancas de herradura califal de los siglos VIII a X. Un coro y un altar rompen, sin ningún tipo de gusto, entre esa maravilla del arte hispanomusulmán del califato cordobés, la armonía estilística. El viejo minarete asoma vigilante por los tejados de las callejuelas y sombreados y frescos patios de la vieja Córdoba.

Calles cordobesas vigiladas por el minarete de la mezquita.

Las gentes cordobesas y el vulgo con quienes me cruzaba en mi interesado pasear, eran de gran alegría, siempre dadas al cante de coplillas y el improvisado baile con gracejo mezcla de maestría y de picaresca, muy dado en las famas de estos andaluces de ayer, de hoy y de siglos venideros.
Recordaba mis lecturas de crónicas de Yndias y recordaba al gran Inca Garcilaso, el que fuere primer mestizo (mezcla de español con hembra india) del Nuevo Mundo. Por estas calles paseó, escribió y murió el hombre a cuya tierra que lo vio nacer iba yo a trabajar humildemente como en la viña del Señor. ¿Qué me depararía aquella tierra desde la que ahora escribo?. Esa era la pregunta que me atormentaba a ratos, en los que los malos pensamientos turban la mente del más bondadoso de los hombres. Yo iba a hacer el tan luengo viaje sin retorno fácil, por no decirlo abiertamente. Ya descansado de la rutina de trotar en la caballería durante varios días enteros, tuve a bien de irme a descansar a mis aposentos palaciegos. Esa noche oré mucho al Señor para que me diese las fuerzas necesitadas, pues mi conciencia de mortal me impelía a volver a mi amada parroquia matritense, para seguir adorando a mi Señora la Virgen de la Almudena. Pero esta tentación de villanesca mente, la combatía con el recuerdo de la historia de aquellos moros califales, aquellos reyes agarenos llamados mayormente Abderramanes, y que tantas plumas de narradores del pasado han inspirado.

Sexta jornada: de cómo me adentré en la grandiosa y romana Hispalis.
Esta jornada iba a ser larga, de ahí que tuviese a bien el descansar un día anterior en Córdoba, la sultana. Me esperaba la campiña del Guadalquivir, río aún menguado, no merecedor ni capaz de tener la visita de los galones de Yndias, sino hasta su salida de la hispalense ciudad, junto a Madrid, verdadera metrópoli de los reynos de las Españas.
Muy cerca, en relativos términos entiéndase, hállase la raya de Sevilla, atravesada la villa de Quintana. Se divisa en la lejanía Écija, ciudad muy pía a ser por las altas torres conventuales. Poco a poco se van haciendo grandes así como nos acercásemos. Decidimos a consejo seguir de largo para no demorarnos en nuestro peregrinar hacia la hispalense Sevilla. En Villanueva del Rey calmamos nuestras tripas abandonadas al hambre no saciado.
Amodorrados y somnolientos debíamos volver a montar en nuestras bestias para encaminarnos a Carmona, ya muy próxima a nuestra ciudad de destino.
A la moruna Isbila llegamos ya con la noche entrada y escoltados por guardianes del orden, dada la grande cantidad de ladrones, pícaros y maleantes, tanto por sus alrededores como por sus angostas callejuelas y plazuelas.

Séptima jornada: de la otrora grandiosa y hoy menguante ciudad de Sevilla.

La Sevilla de la segunda mitad del siglo XVII era ya una sobra de aquella que vio nacer la Casa de Contratación (monopolio único de viajar a las Américas) a inicios del siglo XVI. Ya en la Edad Media Isbila despuntaba siendo la capitalidad almohade, de cuya época data la construcción de sus emblemáticas y mundialmente conocidas Giralda y Torre del Oro. La primera fue torre de la vieja mezquita, ahora convertida en catedral gótica. Por no decir de la primera época de auge cuando era la Hispalis romana. Ambas, la Hispalis romana como la Sevilla de los Austrias, coincidían en ser las receptoras de tesoros con destino a las dos metrópolis imperiales: Roma y Madrid. Por ella circulaba el oro hispano de El Bierzo y la plata americana. La diferencia entre las dos épocas era que con Roma era Hispania una provincia, mientras que ahora España era un Imperio.
El río Guadalquivir ya no podía soportar el trajín de unas naves (galeones), cada vez más pesadas y que encallaban con mucha frecuencia. Cádiz se imponía cada vez más, a pesar de ser más vulnerable a los ataques piratas y anglo-holandeses.
No obstante, las calles aún tenían trajín de gentes de todo el mundo y razas, y la Casa de Contratación seguiría funcionando en ella hasta su traslado a Cádiz en el siglo XVIII. Sufrió a mediados del siglo XVII duras epidemias de peste que acabaron con su esplendor. La mortandad fue enorme y la ciudad ya no se recuperó. Los pícaros y delincuentes se veían atraídos por esos grandes tesoros que acogía. Este siglo XVII seguía siendo, con Madrid y Lisboa, la gran ciudad de la península. En este inicio del siglo XXI es, indiscutiblemente la cuarta ciudad española tras Madrid, Barcelona y Valencia.

La ciudad de Sevilla es tan grande y laboriosa como la villa de Madrid. ¡Cuán trajín de gentes de todo pelaje se cruza el forastero por sus calles! Vocerío, ruidos, idas y venidas constantes de caballerías, mercadeo por doquier. Como desde hace unos veinte años, una grande peste, seguida de muy poca comida, llevóse la vida de muchas de sus almas, dejando la ciudad en tal grado de postración y penuria que aún no ha de levantar cabeza como antaño.
Es esta grande urbe ya casi el confín de España. La cercanía de la mar océana, a tan solo 30 leguas hacía ya excitar el ánimo del viajero que marchaba a Yndias. Ya me daba la desazón de verme embarcado próximamente, envuelto en peligros acechadores, tanto de la madre naturaleza como de los corsos o corsarios. Decidí no turbar mi ánimo y dejar mis energías para mayores penas.
El gran río es la arteria de la vieja Baetica romana. Río Betis romano, wadi el Kebir, el río de los moros que viene a decir río grande: wadi o río, y Kebir grande. Con el tiempo el vulgo dio en decir Guad al quivir, nombre con el que en estos tiempos es conocido.
Las murallas de los moros del África marroquí, los llamados almohades, no pudieron resistir la treta de aquél santo y augusto rey paisano mío de Burgos: el gran San Fernando, el tercero, ni el de otro de mis ilustres paisanos el gran almirante don Ramón de Bonifaz, allá por los mediados del décimo tercer siglo de nuestra era. Desde entonces ya es ciudad de la cruz, la vieja cuna del sabio santo godo: San Isidoro y su hermano, el también santo y obispo hispalense, Leandro.
La gente de mal vivir paséase por sus calles y mucho se dejan de notar, sobre a las gentes poco avisadas, víctimas frecuentes de sus timos y robos. Ya estaba yo avisado por mis lecturas, cómo no, del gran maestro, príncipe de nuestras letras y héroe de Lepanto, don Miguel de Cervantes. Muy reídas por fueron las páginas de su novela, por el llamada ejemplar: Rinconete y Cortadillo. Nárranse en esas páginas las aventuras divertidas de dos mozuelos de mal vivir adiestrados por el truhán y jefe de golfos, Monipodio, De esa lectura poco supe de los crueles escritos de la dura lucha por la vida que narran esas novelas llamadas de pícaros: el Guzmán de Alfarache o el Buscón, del maestro Quevedo, que tanto me hizo revivir sus andanzas en la Alcalá de mis años estudiantiles.
Cajas y mercancías de todo tipo circulan como hemos narrado. Ya se preparaban los almacenes de la Casa de Contratación, lugar del que no es posible escapar si se quiere cruzar la mar océana. El edificio es enorme caserón, todo repleto de almacenes para todo tipo de mercancías: las eu estaban esperando ser embarcadas, como las de la Yndias llegadas.
Como iba a estar meses en el agua flotando, decidí seguir camino a Cádiz y esperar allá al galeón que me llevaría al destino. A inicios de junio el calor ya es fuerte en Sevilla, aunque no tanto como antaño, al decir de los más viejos, pues según dicen, estos años son de frío grande e muy rigurosos inviernos e templados veranos. Es cierto ello, pues estos rigores están dando malas cosechas y hambres entre los más desgraciados del vulgo.

En el siglo XVII hubo unos años de enfriamiento excepcionales, tanto que se habla de una pequeña “edad del hielo”. Las malas cosechas dieron fuertes hambrunas o crisis de subsistencias, acompañadas a veces con duras epidemias de peste que disparaban la mortalidad.

La inconfundible Giralda de Sevilla,
viejo minarete almohade y hoy torre de la catedral.
Mis visitas a sus edificios más insignes en mis paseos son de lo más instructivo. La elegante y alta giralda empequeñece a la torre de Córdoba antes vista. La catedral es enorme y desprende riqueza a sus cuatro puntos cardinales. Cuentan que el obispo que inició sus obras quiso hacer una tan gran obra que los hombres futuros diésemos en decir que estaba loco. Esa Giralda, tan querida por el vulgo hispalense, se divisa desde muy luenga distancia. La Torre del Oro dícese que es de los años de los moros de la Berbería, llamados almohades. Me plació mucho oler en los patios el olor de múltiples florestas, en plena estación de Venus. Muy moruno es el Alcázar de esos mismos agarenos llamados de Taifas, como uno de sus reyezuelos: el nombrado como Almutamid, allá por unos seiscientos años atrás poco más o menos si no me fallan mis lecciones de historia aprendidas allá en la Alcalá de mis años mozos, cuando me sentaba a leer las páginas del gran padre Mariana y su Historia de España.

Octava jornada de cabalgadura: por las campiñas sevillanas.
A 31 de mayo, pasada ya una semana y un día de mi llegada a esta Babilonia de la Andalucía, tenía que retomar de nuevo las fatigas del viaje, aún en sus comienzos si pensásemos en lo que me quedaba para llegar a este Cuzco desde el que escribo. Como ya dije decidí ir a Cádiz por tierra y esperar allá la escala de la flota. Mucho me estaba ya acostumbrando a esa alegría de estas gentes andaluzas, tan dadas al cante, baile y jarana, con su gracejo inconfundible y ese acento y que, según dizen, es muy propio de las tierras a las que voy.
Muy de mañana, con la fresca de la mañana y su rocío, salimos con nuestras caballerías hacia el mediodía. La interminable llanada dicha desde el paso de Despeñaperros, continúa hasta hundirse en las aguas del mar. A mediodía el sol de casi junio ya es abrasador y se impone el uso de amplio sombrero de las anchas y la liviandad de vestimentas, pues, para mayor escarnio, la humedad ya se nota, cosa que en mi tierra natal y en Madrid, apenas se deja de notar.
Atravesamos unos campos verdes por las lluvias fuertes de abril, donde me dijeron los mozos del campo que en abril son las aguas mil, refrán que ya recuerdo haber leído en el libro del mencionado Gonzalo de Correas: Vocabulario de refranes.
En esas campiñas florecidas y primaverales revividas por el sol, pastan rebaños de toros muy bravos, esos que hacen las delicias de las fiestas o corridas por toda España desde el sur de Madrid. Hermosos animales negros con enormes cornamentas nos mirasen desde los muretes de piedra que nos separan de ellos. Yo, aunque formado en Alcalá y Madrid, naci en tierras del norte de Castilla, por lo que esa fiesta tan hispana no me place en exceso, al contrario que a mis compatriotas. Acá en el Perú, se han contagiado de esta fiesta taurina y muchas reses bravas se toreasen en la Plaza Mayor de Lima.
 Hasta finales del siglo XVIII, con el virrey Amat se inauguró la actual plaza del Acho, a la otra orilla del río de Lima, el río Rímac.
 Así como avanzábamos a rumbo de mediodía como antes dije, íbamos atravesando los lugares de Dos Hermanas, Los Palacios, Las Cabezas de San Juan –donde dimos placer a las sufridas tripas- y El Cuervo. Me alegraba ir siguiendo la ruta de la santa Cruzada de Reconquista contra la media luna, aquella que siguió el ya mencionado rey muy pío San Fernando con sus huestes y mesnadas.
Ya por estos días las luces del sol son más luengas de duración, y llegamos aún con visión sin candil a Jerez de la Frontera. Las campiñas se han trocado en viñas y cepas de ese vino andaluz de muy grande fama y sabor.
En buena venta nos alojamos, aunque muy al contraste de las comodidades del palacio episcopal de Sevilla.

He puesto la parada y fonda del obispo en Las Cabezas de San Juan por ser el lugar donde creo que se bifurcaba el camino a la costa: desde aquí, por Lebrija y Trebujena se llegaba a Sanlúcar de Barrameda, el otro puerto desde el que zarpaban los galeones. También aquí, siglo y medio después se coció parte de la historia americana y de España: el 1 de enero el pronunciamiento de Riego y la negativa a embarcarse a la guerra contra los libertadores, se selló la definida emancipación de América continental hispana y el primer pronunciamiento exitoso de los liberales españoles.



Novena jornada: de cómo me maravilló ver el mar.
El día 1 de junio de 1672 siempre se me dará en mi sesera de recuerdos al ver ese mar que tanto había oído hablar. Mi aldea de Burgos no está muy lejos del que se llama Cantábrico, pero las montañas que dicen Bascas, impiden a mis paisanos y vecinos cabalgar hacia él. Hoy el día será corto en la cabalgadura: apenas unas ocho leguas de camino. Tras abandonar Jerez, atravesamos el Puerto de Santa María, para llegar al Puerto Real. Allá se produjo mi visión de la mar, aunque algo menguada, al ser una bahía. Podríamos haber seguido rodeándola hacia San Fernando y seguir por una fina manga de tierra hasta Cádiz, pero tuvimos a bien tomar una barcaza y entrar antes en Cádiz.

CONTINUARÁ

viernes, 12 de agosto de 2011

DE MADRID AL CUZCO EN 1672-73: EL OBISPO MANUEL DE MOLLINEDO Y ANGULO (1ª PARTE)

UN PERSONAJE SIGULAR EN EL PERÚ DEL SIGLO XVII:
EL OBISPO BURGALÉS MANUEL DE MOLLINEDO Y ANGULO

INTRODUCCIÓN
Suele haber aún comentarios apasionados sobre España y América hispánica. Desde la independencia a inicios del siglo XIX, tras 300 años de relación con sus luces y sus sombras, surgieron dos extremos de la historiografía: desde los apasionados defensores de la acción española hasta la postura antiespañola visceral. Poco a poco se va viendo que ambos extremos son una mera acumulación de tópicos sin base alguna y se impone -como siempre al final de cada falsa polémica- la visión real, es decir, ni hay “Leyenda Negra” ni “Leyenda Blanca”. Siempre se presenta la obra del dominico padre Las Casas y su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, pero poco se habla de los personajes que hicieron su gran tarea de mostrar lo mejor del encuentro de ambas culturas. Traemos aquí una figura histórica apenas conocida en España (yo lo descubrí en el Cuzco incaico y peruano hace dos años), aunque sí lo es en el país andino. En otras entradas ya hablé del “Inca” Garcilaso o del virrey Superunda, ambos en Perú, o del virrey Güemes en la Ciudad de México, o de Fray Bernardino de Sahagún, también en el ámbito novohispano. Figuras muy apreciadas, tanto en vida, por sus contemporáneos, como en la historiografía posterior de las hoy repúblicas latinoamericanas, ya sea por su labor religiosa, como política o cultural.
Cuando se llega al ecuador de la historia del virreinato del Perú, al último cuarto del siglo XVII, tras ciento cincuenta años de la conquista de Pizarro, el mestizaje estaba ya cristalizando. La figura desconocida que voy a desentrañar es la del obispo burgalés del Cuzco: Manuel de Mollinedo y Angulo. Al visitar en 2009 esa impresionante ciudad de Cuzco e ir leyendo sobre su historia y proceso de mestizaje y comunicación de culturas andina e ibérica, descubrí la llamada Escuela Cuzqueña de indígenas. Una escuela artística que asimiló la cultura peninsular adaptándola a su cosmovisión andina. Nuestro personaje iba a su destino a dejarse la piel por su rey Carlos II y para aprender y asimilar esa cultura tan lejana a su país cuando le designaron para su puesto. Entre 1673 y 1699 estuvo al frente de su diócesis, coincidiendo con el período final de la dinastía de los Habsburgo españoles. Era la víspera de la entronización borbónica.
En esta entrada voy a intentar describir su viaje desde Madrid a Cuzco. No conozco una posible documentación del mismo, por lo que será un viaje hipotético, una suposición de cómo pudo ser. Intentaré reconstruir imaginariamente un escrito de aquella época, un documento en el que pondré al obispo Mollinedo en primera persona, narrando su viaje y sus posibles pensamientos. Todo ello intercalando explicaciones pertinentes.
Manuel de Mollinedo y Angulo.


MOLLINEDO Y ANGULO; Manuel de
Bortedo, Burgos, 1640 / 1699, Cuzco
En España, Madrid, 1640-1672
Nuestro personaje nació al norte de la provincia de Burgos, en el valle de Mena, entre montañas, casi lindando con las actuales provincias de Vizcaya y Álava. Su año natal fue tremendo para la monarquía hispánica, Portugal y Cataluña se sublevaron e independizaron por completo (Portugal, los restauradores de Lisboa) o momentáneamente (Cataluña y el Corpus de Sangre). Tras su niñez fue a estudiar a la entonces aún prestigiosa Universidad de Alcalá de Henares, rival de la salmantina, donde adquirió una sólida cultura erudita. En el Colegio de San Jerónimo o de Lugo en Alcalá de Henares llegó a ser profesor, e incluso rector. Convertido ya en sacerdote, se encargó de la emblemática parroquia madrileña de Santa María (derribada en el siglo XIX para alargar la calle de Bailén), muy cercana al viejo alcázar de los Austrias. La Virgen de la Almudena, la patrona de la capital de España junto a San Isidro Labrador, fue su objeto de máxima devoción. En su etapa formativa debió de acumular una vasta cultura religiosa y artística: conocía la mayoría de los cuadros de los pintores del momento, es decir la época dorada de la pintura barroca contemporánea suya y la anterior escuela renacentista.
Su juventud coincidió con el reinado de Felipe IV, con la decadencia y ocaso español en Europa: a sus 19 años se firmaba la humillante Paz de los Pirineos (1659) con la Francia de Luis XIV (dolorosa pérdida del norte de Cataluña o el Roselló). A sus 25 años de vida presencia la subida al trono Carlos II en minoría de edad (1665), y en el ecuador de su vida (1672), con 32 años de edad, partía a la lejanísima sede peruana de Cuzco como flamante obispo. Unos años difíciles sin duda. Al abandonar la Corte, Carlos II era un niño enfermo regentado por su madre Mariana de Austria, la viuda de Felipe IV. Fernando de Valenzuela era el valido de la reina, aunque el hermanastro y bastardo real de Felipe IV, Juan José de Austria estaba al acecho. En ese clima de tensiones, conjuras palaciegas y crisis económica y social, Manuel de Mollinedo y Angulo abandonaba Madrid.


En el Perú, Cuzco, 1672-1699
Tras el largo viaje de más de un año de duración, a casi el otro lado del mundo, llegó a la Ciudad de los Reyes (Lima) el 9 de diciembre de 1672. Su llegada fue justo tres días después de fallecer (6-XII) en la capital peruana el virrey, el madrileño Pedro Antonio Fernández de Castro, conde de Lemos, con solo 40 años. Tampoco había arzobispo ocupando la sede, pues en mayo de 1671 había fallecido el anciano arzobispo, el castellano Pedro de Villagómez. Por ello hubo de hacer de autoridad religiosa un tiempo antes de ir a su sede de destino. El 22 de enero de 1673 consagró uno de los templos más emblemáticos de la Lima de hoy: el convento de San Francisco. El nuevo arzobispo, el cordobés Juan de Almoguera, llegaría el 22 de abril de 1673, al que recibiría.
En el ámbito político hubo de compartir la autoridad con el virrey en funciones: un sacerdote criollo por primera vez en el Perú, un hecho ya de por sí insólito. El limeño Álvaro de Ibarra (1619-1675), Oidor de la Real Audiencia de Lima ocupó su cargo hasta la llegada del nuevo virrey en 1674: el madrileño Baltasar de la Cueva Henríquez y Saavedra, conde de Castellar.
Inició el largo viaje a la vieja capital inca del Cuzco, donde hizo su entrada el 23 de noviembre de ese mismo año. La ciudad se estaba reponiendo del terrible terremoto de 1650 que la dejó casi por completo reducida a la ruina. La catedral, aún inconclusa, sufrió pocos daños. La labor pastoral de Mollinedo se presentaba como un enorme reto.
No iba, como otros prelados, desinformado ni predispuesto a imponer la españolización a ultranza sin tener en cuenta la realidad nativa. Llevaba desde Madrid una gran colección de obras de arte. Será un mecenas aficionado a la pintura: ya dijimos que en Madrid fue contemporáneo de Velázquez, el representante máximo de la pintura española y pintor de la corte. Tenía la imagen de Madrid en su mente. Sus lienzos particulares estaban firmados por El Greco, Carreño de Miranda, Herrera Barnuevo o Eugenio Caxes. Toda una gran pinacoteca particular. No buscaba una mera muestra y simples copistas indios, sino que consiguió formar una escuela barroca en la ciudad con sus propios caracteres originales. Diego Quispe Tito fue el artista andino más destacado de una amplia lista. Las “pachamamas” son la gran creación de esos artistas: vírgenes con un extenso manto desde la cintura a los pies y que representaba a la diosa tierra, la diosa de la fertilidad. En realidad la religión cristiana tuvo que transigir con la adopción de escenografía pagana y el uso del quechua junto al castellano en la liturgia. Es famosa la Última Cena en la catedral, en la que los apóstoles son de rostros indígenas, siendo el hombre blanco, el que representa a Judas el traidor. Algunos dicen que es el retrato de Pizarro. Lo más curioso del lienzo es, no obstante, el cuy en el plato y no el cordero pascual de las escrituras. El cuy es un roedor –conejo de Indias- similar a un hampster o rata, muy apreciado como comida en los pueblos andinos desde la prehistoria hasta hoy.
No se quedó todo en una mera imitación artística. Su labor fue de restaurar y erigir un considerable número de templos por todo su obispado cuzqueño. Como honor a su venerada Virgen de la Almudena, ordenó fundar y construirla un templo en 1683. En la catedral de Cuzco recuerdo un cuadro de gran dimensión que representa la Villa de Madrid, con el puente de Segovia sobre el Manzanares y la representación de Carlos II. El guía indígena nos hablaba a los turistas de la verbena de San Antonio de la Florida y de las costureras buscando novio.
En 1692 dotó a la ciudad de una sede universitaria. Logró evangelizar aunadamente tanto a las élites criollas e hispanas como a las caciquiles y las masas indígenas.
En 1699, un año antes que su rey Carlos II, fallecía a sus casi 60 años, uno de los muchos españoles más queridos y eficaces de la América Hispana. Hoy es una cita imprescindible en los manuales de la historia y del arte barrocos peruanos.
(CONTINUARÁ)